jueves, 1 de octubre de 2009

Kaamia, 1ª Parte

La noche había caído hacía ya rato en el desierto y la luna se alzaba justo por encima de la tríada de Giza majestuosa, altiva y bella como la primera vez que lo hiciera. La blanca luz que desprendía se deslizaba por sobre los enormes bloques de piedra, haciéndose cada vez más débil hasta desaparecer y dar la apariencia de que las tres pirámides flotaban por encima del cielo con un aire fantasmagórico. Y por delante de ellas, la imponente imagen de la Esfinge, siempre calmada, pero ahora con un aire realmente amenazador gracias a las sombras que se dibujaban en su apacible rostro.

Ahora no entendía cómo podía haber tenido aquellas creencias, cómo su pueblo había podido pensar que una simple estatua sería capaz de alejar a los malos espíritus y a todo tipo de maldiciones ¿Y ella? ¿Por qué podía acercarse sin sufrir ningún tipo de terror? ¿Sin ser violentamente atacada por aquella enorme e imponente esfinge? Rió para sus adentros y sus rojizos labios se curvaron en una media sonrisa… Claro… Porque ella misma vivía una maldición, llevaba milenios maldita, casi tantos como Los Que Deben Ser Guardados. Habían pasado alrededor de 4.500 años desde que fuera convertida y el mundo había cambiado demasiado desde entonces. Lo que antes se hacía a mano, ahora se hacía mediante potentes máquinas, cuando anteriormente se creía en algo, ahora la gente a penas creía en sí misma ¿A qué punto había llegado la humanidad? Pese a que todo el mundo pensaba en el progreso, ella tenía muy claro que habían ido en retroceso en cuanto a formas de vida.

Se sentó en lo alto de una de las imponentes columnas de un antiguo templo, dejando que su fino vestido de seda negro cayera cual cascada cubriendo sus largas piernas. Ah, sí, realmente en su época había sido un auténtica belleza egipcia, incluso ahora quienes la veían encontraban en ella una exótica belleza ancestral, con su larga melena roja como el fuego, su piel tostada, que ahora poseía un brillo nacarado que la hacía aún más atrayente, sus violáceos ojos llenos de sensualidad, de picardía y de una sabiduría milenaria, siempre adornados por unas suaves líneas de khol que remarcaban su rasgada mirada. Era digna de llamarse diosa, digna de ser adorada por hombres y mujeres, una ninfa de la belleza y, sin embargo, su ser solo pertenecía a una persona, un chiquillo para su ser vampírico, pero un verdadero hombre para su conciencia aún humana.

Suspiró largamente mientras sus ojos se cerraban, dejando que el viento nocturno meciera sus cabellos a placer a la par que su mente divagaba, navegaba en sus recuerdos en busca de aquella época en la que había pertenecido a la familia más poderosa de Egipto, en aquellos años en los que había sido la princesa de la IV Dinastía más hermosa de todas. Pero de eso hacía ya más de 4,500 años.

****

El sol comenzaba a ocultarse tras las imponentes pirámides de los reyes Keops y Kefren y tras la pirámide a medio hacer de Micerinos, el actual rey de Egipto. Kaamia se había pasado el día acompañando a uno de los compañeros de su padre, aquel que se convertiría en su esposo. No es que le desagradara, pero el hombre no era precisamente lo que ella esperaba ni lo que le gustaría para pasar el resto de sus días. Hadar era un hombre ya entrado en años, algo más baño que ella pero con una musculatura ligeramente desarrollada, de piel oscura y ojos almendrados. Su sonrisa era amable cada vez que hablaba con ella, pero su mirada se pegaba a sus curvas del mismo modo que lo hacía la arena en sus cabellos y aquello le resultaba muy incómodo. Gracias a los dioses el sol estaba empezando a ocultarse y ella debía regresar a su palacio.

-Ha sido un verdadero placer conoceros, princesa- dijo el hombre amablemente, inclinando la cabeza a modo de cortesía mientras Kaamia le sonreía con dulzura, realizando ella también una cortés reverencia. Si de algo se había percatado el hombre ya hacía tiempo era de que cada gesto de la muchacha resultaba tan sensual como una directa insinuación.

-El placer ha sido mío, mi buen Hadar- contestó con amabilidad, levantando la cabeza -. Espero veros en otra ocasión y compartir una nueva y agradable velada- en realidad no lo deseaba pero su padre había dejado bien claro que debía ser amable con él ya que su matrimonio concertado era muy importante. Antes de que el hombre pudiera decir o hacer nada más, la pelirroja se giró y traspasó las puertas de palacio, accediendo al interior donde sus damas de compañía ya la esperaban.

-Bienvenida princesa Kaamia- corearon a la vez mientras la muchacha cabeceaba a modo de saludo, sin detenerse en su travesía hacia su habitación, La cuatro mujeres la siguieron como su fueran sus mascotas, siempre a una distancia prudencial y en absoluto silencio.

Sus pasos resonaban por los silenciosos pasillos hasta llegar a su cuarto. Abrió la puerta y accedió, cerrando antes de que sus cuatro damas entraran tras ella. No tenía ganas de soportar sus halagos ni de tenerlas encima todo el tiempo.

-¿Tan mal os ha ido, mi niña?- la voz de Nafre se alzó justo detrás de la princesa, que dio un pequeño bote, llevándose la mano al pecho.

-No me des esos sustos, Nafre, por favor- la regañó por lo bajo, girándose. Allí, como cada día, estaba aquella mujer que la había cuidado desde la cuna, una dama del rey ya bastante mayor, de cabellos negros recogidos con una tiara de plata, con los ojos castaños entrecerrados remarcados por un sinfín de arrugas. Y pese a su edad a Kaamia le parecía una mujer muy guapa, posiblemente en sus años jóvenes habría sido una auténtica belleza egipcia. La mujer se acercó a la princesa y retiró el velo que llevaba enganchado en su tocado y que adornaba sus cabellos.

-Sentaos y dejad que os cepille el pelo antes de dormir- la tomó de la mano y tiró de la muchacha hasta una pequeña banqueta de piedra tallada, adornada con un sinfín de motivos vegetales de modo que casi parecía estar sentándose encima de un asiento hecho con ramas, hojas y flores.

-No me ha gustado nada- murmuró la muchacha una vez tomó asiento. Entrecerró ligeramente los ojos y dejó escapar un suspiro -¿De verdad tengo que casarme con él?

-Mi niña, sois princesa y no podéis casaros con quien se os encapriche, tenéis que hacerlo con un hombre que pueda daros todo lo que podáis desear- comentó tranquilamente, quitándole del cabello los adornos florales de oro y plata que artesanos de la ciudad habían hecho exclusivamente para ella -. Vuestro hermano algún día será rey y vos su hermana, no podéis vivir con un simple campesino.

-Seguro que menos baboso que Hadar sí que sería- suspiró la pelirroja, esbozando una amplia sonrisa cuando sintió las púas del cepillo colarse entre sus cabellos para desenredarlo. Le gustaba que Nafre la peinara; lo hacía con tanta delicadeza que era como si la acariciara.

-Acabaréis amándole, mi niña, ya lo veréis- contestó con cariño la mujer. Quería verla feliz. Para Nafre la princesa era como su hija, la había cuidado desde su nacimiento, la había visto aprender a hablar, a andar, la había visto crecer y convertirse en la belleza que ahora mismo estaba sentada delante suya. Sí, lo que más anhelaba su corazón es que aquella niña fuera feliz.

Cuando la noche terminó de caer, Nafre había ayudado a la princesa a desvestirse y a echarse el aceite por el cuerpo para dormir antes de dejarla sola. Kaamia, en vez de dormir, se había quedado sentada delante del ventanal, apartando la tela de seda que lo cubría. Le gustaba el cielo nocturno, las estrellas adornándolo el manto oscuro que lo conformaba. Emitió un nuevo suspiro y se retiró un poco de la ventana justo cuando una figura apareció en ella, acuclillada cual depredador.

Todo pasó muy deprisa. Kaamia estaba apunto de gritar asustada por la repentina aparición, pero pronto sintió una mano sobre sus labios, evitándolo. Aterrorizada intentó dar un paso hacia atrás, pero se tropezó, cayendo al suelo a la par que la figura se abalanzaba sobre ella, sin destapar sus labios. Ambos cayeron al suelo y Kaamia se golpeó en la cabeza con la dura piedra, provocando que emitiera un gemido de dolor. Cerró los ojos por el impacto. Se sintió mareada, algo confusa y a penas sabía lo que había pasado. Entreabrió los ojos ligeramente y allí, a pocos centímetros, había un juvenil y travieso rostro que la sonreía. Su piel era tostada como la suya, pero poseía un precioso brillo nacarado, sus ojos castaños eran profundos y atrayentes, su sonrisa era digna de un adonis y su aroma la volvía loca. Esbozó una tonta sonrisa cuando le reconoció y alzó la mano para acariciar su mejilla, gélida como el hielo pero suave como la seda. El muchacho, al ver su reacción, apartó la mano de sus labios.

-Creí que iban a descubrirme- murmuró Habib mientras pasaba la mano por la mejilla de la muchacha, delicadamente. Hacía ya un par de años que la había conocido por casualidad y se había sentido terriblemente atraído por ella, por su belleza, por la sensualidad que rezumaba y, sobretodo, por el dulce olor de su sangre recorriendo su cuerpo.

-Y yo creí que eras un asaltante- murmuró ella, retirándole un mechón de cabello del rostro con cuidado. Si pudiera elegir con quién casarse, sin duda le elegiría a él, a ese joven travieso y desenfadado que una noche se había colado en su habitación y la había robado un beso.

-Y eso soy, vengo una noche más a robarte un beso- murmuró sugerente el muchacho, reclinándose hacia ella para besar sus cálidos y dulces labios. Agradecía enormemente el haberse alimentado justo antes de ir a verla; a veces se le hacía doloroso el no poder clavar sus colmillos en su piel, desgarrarla hasta hacer brotar el néctar de sus venas. Kaamia tembló entre besos, rodeando su cuello con ambos brazos lentamente mientras le besaba, refugiándose en el amor que había desarrollado por el muchacho, un amor que la llevaría a vivir muchas más experiencias de las que jamás había podido imaginar.

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